Molina Campos trabajaba preferentemente de noche y pintaba varias obras al mismo tiempo casi siempre en papel Canson Mongolfier de color, cuando no empleaba, para trabajos menores, cartón de cajas de ravioles. Los almanaques fueron pintados al agua-gouaches, acuarelas o témperas–con alguna intervención de tintas y lápices. Sus intentos con óleo no fueron los más logrados.
Solía calcar algunas figuras
que luego tomaba, invertidas, como base para otros personajes. Luego de trazar
la línea del horizonte preparaba los cielos aunque no pocas veces ha dejado
simplemente el color del papel sin agregado de nubes. Sólo después incluía los
personajes, plantas y animales.
La calidad de terminación
demuestra una atención muy esmerada en algunas obras; hay láminas decididamente
impecables, sumamente elaboradas, en tanto que en otras se advierte un acabado
más rápido, menos trabajadas pictóricamente.
En algunas pinturas hay
grupos numerosos de paisanos de pie,de frente, como si estuvieran posando para
una fotografía. Resultan así figuras algo congeladas, en un quietismo
artificial. Por una natural y siempre confirmada sensibilidad compositiva, sus
figuras, árboles, animales y construcciones ordenan impecables compensaciones
de volúmenes que dan a sus trabajos una gran solidez estructural. En todos lo
casos, fondo y figura–permanente sintaxis de su obra–juegan un contrapunto que
exaltan el dibujo y el color con un acierto de innegable maestría.
Con escasos recursos
técnicos pero dominados acabadamente gracias a su tenacidad, Molina Campos alcanzó
una capacidad expresiva que sólo un legítimo artista puede convertir en medios
eficaces para configurar una gramática tan perfecta.
Autodidacta, sin una
estrecha sino casual relación con los maestros de la época, con una postura tal
vez excesivamente reverencial hacia la pintura, pudo armar, sin embargo, una
originalísima forma de dicción apoyada en una excepcional capacidad
comunicativa.
Esas extraordinarias
pinturas que, tocadas por la magia de la gracia, enunciaban sin declamaciones
la sobriedad y el esfuerzo, la rectitud y la alegría, acompañaron día a día, a
lo largo de muchos años, la vida de millones de argentinos. Hoy forman parte
del patrimonio artístico de la república.
Los
paisanos:
Florencio Molina Campos se
nos presenta como alguien indemne al olvido. Ya hombre maduro, lejos en el
tiempo de los campos donde transcurrió su infancia, las visiones de entonces
renancieron en su pintura, nítidas,sorprendentemente vivas: los rasgos de los
paisanos que vio, su apostura y sus gestos, la vestimenta,la humilde intimidad
de los ranchos, el aire al mismo tiempo inocente y medio bárbaro, ingenuo y
socarrón de esos peones, puesteros, domadores, reseros, jugadores de truco y
comedores de asado, en medio de sus rudas tareas en la silenciosa llanura,
apenas interrumpida por algún monte de talas o eucaliptus empequeñecidos por la
lejanía.
También la absoluta
presencia del cielo y la desmesura de tales campos sin agricultura que hace
concentrarse al hombre en sí mismo e intensifica la presencia de las cosas, la
silueta de un pájaro, un perro lejano o un cardo. Cualquier cosa viva para
compartir la soledad. Cuando los pintó, esos seres y esas cosas ya se habían
transformado o desaparecido con las mudanzas del progreso.
Gracias a su poder evocador
llegaron a nosotros aquellas gentes del sur. Se apoyan en la puerta de un
boliche de campaña, los pies chuecos y una boina o un sombrerito sobre los
ojos, pialan un potro en un corral, pasan-llegados no se sabe de donde–con sus
caballos y sus carros, reaparecen con sus grandes dentaduras, hambrientas o
risueñas, y sus sacos que les quedan chicos, sus oscuras mujeres de torta frita
y mate, suficientes cuando calzan zapatos, doñas de respeto, gordas y perezosas
de lavar ropa o sentadas delante de un horno.
Con humildad y devoción, casi
con inocencia, Molina Campos dejó un testimonio de ese pasado con una gracia y
una frescura que no pierde uno solo de sus brillos con el paso del tiempo. Pero
entre la realidad vivida y el recuerdo la distancia interpuso un extraño
elemento: el humor.
Todo está visto a través de
un lente que acentúa y exagera los rasgos y las expresiones. Más allá del
realismo de un rostro, percibe lo que en él es peculiar y lo destaca, lo que
primero salta a la atención en el conjunto de sus rasgos. Molina Campos capta
al vuelo ciertas fisonomías, que en la vida pasan confundidas con el ambiente, y
de ellas hace nacer lo cómico.
Esas dentaduras adquieren
una presencia rotunda,esas mejillas brillan como cobre a la intemperie. En los
ojos chispea la ironía, el regocijo, la chanza, nunca la tristeza o la
resignación, salvo en algunos gauchos viejos de antiguas barbas, que llegan muy
lentos a caballo o están presentes casi sin estar, en alguna fiesta. Viejos
bardos de chiripá, densos y solemnes, a menudo empuñan guitarras que sonaron
bajo ombúes o carretas, guitarras que saben historias del fondo de la pampa, encarnaciones
del recuerdo y el olvido, depositarios de una remota sabiduría.
A ellos los han sucedidos
esos otros personajes rubicundos calzados con alpargatas, todavía ávidos de
vivir. ¿Qué es lo que ocurrió? Ahora todo está en movimiento. Los hombres y las
mujeres que el niño vio no son maniquíes de museo. En la estancia pasaron sus
vidas oscuras sus rudas tareas como una fatalidad o un rito, un destino asumido
sin contradicción. Ahora, algo en esos personajes ha variado, algo que entonces
estaba oscuro en ellos ha salido a la luz para situarlos en un espacio
particularmente risueño, en el cual la añoranza que los invoca deja de ser
elegíaca o melancólica.
Se convierte en una
vitalidad desbordante, en la alegre afirmación de una presencia de tono
burlesco, que contrasta con el paisaje de la llanura hecho de soledad y
silencio. Lo cómico, que ahora aparece, es un elemento inesperado: transforma
el testimonio y le da a tales escenas un matiz inédito, único. Su inextricable
naturaleza siempre ha suscitado inquietud como un enigma sin respuesta.
Un paisano domando no puede
causar risa,un potro estaqueado, que tironea rompiéndose la boca en el esfuerzo
de liberarse, tampoco. Una paisana que sorbe un mate, el gaucho que la mira con
cariño un poco más lejos, y la otra mujer de larga trenza que saca algo del
horno de barro ante el cielo impasible de la pampa, ¿por qué harían reír a
nadie? Son gestos humanos consagrados por el paso de los días y no de bromas de
circo.
Instantes de unas vidas a
las que sólo algún perro o unas gallinas, aparte del caballo atado a un poste,
hacen compañía en medio de un campo vacío. ¿O es que todos los gestos humanos y
cualquier sentimiento pueden ser motivo de risa? Artistas y escritores, desde
los tiempos más remotos, han tenido al intuición y la voluntad de señalarlo.
Así han surgido estos géneros paralelos: la sátira y la caricatura. El hombre
se burla de sí mismo y entre nosotros Molina Campos es el único representante, de
inspiración popular y ligado a la tradición nativa.
En el fondo de la conciencia
cultural del país está viva una imagen arquetípica del gaucho, que tantos
pintores han forjado desde el principio de la nacionalidad. Lo hayan visto o
no, todos lo han visto. Pero de pronto, con Molina Campos esa imagen adquiere
una originalidad exclusiva. Lo que sorprende y atrae a la vez es que el gaucho
resulte hilarante, que sus actitudes y su ambiente provoquen risa.
Además, curiosamente, lo
cómico de sus paisanos y caballos establece con ellos una comunicación más
honda y más fraternal .Una especie de solidaridad que no nos provocaban otras
representaciones. La esencia de la risa–se ha dicho-consistiría en un
inconsciente sentimiento de superioridad de quien se ríe con relación a las
personas que la provocan. El que motiva la risa ajena ignora que puede ser
grotesco o ridículo.
La inocencia, la ingenuidad
de ciertos seres sólo pueden parecer jocosas a quienes los consideran desde el
punto de vista de su orgullo o suficiencia. Ahora bien, el sentido del humor
con que Molina Campos nos presenta a sus personajes está lejos de la soberbia. Es
la suya una visión muy particular. Nada hay en ella que los rebaje o los tome
como motivo de encarnio.
Los paisanos de Molina
Campos son asumidos con profunda simpatía y de algún modo los idealiza. Así
rescata una manera de vivir, conserva una tradición y un folklore que perduran
en el espíritu de la gente de esta tierra. Más aún: el artista se identifica
con ellos, es todos ellos,una personalidad múltiple y unitaria. Ambos se
intercambian y se reflejan. Tal actitud crea un clima particular, único en la
iconografía de lo gauchesco.
Sus imágenes establecen un
lazo inmediato con el espectador. Poseen un poder expresivo que llega desde el
fondo de una imaginería criolla ancestral. Y lo singular de esta visión es que
realmente reconocemos en ellas el mundo del gaucho, aunque ya no es el gaucho
legendario de Hernández sino la vida cotidiana de unos paisanos en un tiempo
que también pasó. Gestos y expresiones tal como se las ha imaginado a través de
la literatura y el arte.
Realismo y observación en un
clima de cordialidad risueña, que causa gracia y provoca una hilaridad
afectuosa. Nada llega aquí a lo bufonesco. Sólo cierta ironía para mirar las
cosas y que no deshumaniza a esos personajes. No son comparsas de teatro, tienen
la misma autenticidad del paisaje que los rodea.
Si la visión del artista, a
través de una óptica personalísima les da un aire festivo, tal circunstancia
los acerca más a nosotros. Es una risa saludable, como si entre ellos y el
pintor se cambiaran chanzas mutuamente, como suelen hacerlo los hombres de
campo, con la malicia socarrona que les es tan propia. El humor que los anima
parece llegar de lo más hondo, emana de ellos como una especie de euforia, de
contenida energía que se traduce en risa.
El
paisaje:
La obra de Molina Campos
nace de una vivencia infantil. En el mágico círculo de su niñez vio semejantes
gauchos, caballos que reían a carcajadas o cantaban en la noche, hombres
adornados con estrellas de hierro en los talones y las piernas envueltas en
rudos pañales, reuniones alrededor del fuego de unas gentes salidas del
horizonte, sorbiendo un extraño brebaje, el mate, en un extraño recipiente con
un tubo metálico.
No olvidó nunca el íntimo
olor de un rancho con una litografía de Cristo y un espejito con marco de lata
colgado en la pared, junto a una cola de caballo que sostenía un peine. Había
también una cama de fierro con un poncho y un paquete de velas sobre un banco.
En medio del campo vio casa
con un alero y frente a ellas un palenque con caballos: pulperías.Adentro todo
esa sorprendente, un hombre enjaulado vociferaba detrás de unas rejas mientras
llenaba vasos de aguardiente que repartía a quienes se le acercaban. A su
espalda unos estantes medio vacíos contenían latas de yerba, botellas y unas
piezas de género o algo así.
La concurrencia era un
paisanaje de fiesta, entre las risotadas y las chanzas y el humo de los
cigarros. Vio potros furiosos, celebraciones en pueblos incipientes, mujeres de
larga trenza en las cocinas o lavando ropa al borde de un arroyo con gestos
rituales, peones ensillando o pialando, perros flacos, lechuzones y horneros.
Visiones indelebles, más
intensas porque se proyectaban en una llanura inmensa que acababa en el fin del
mundo. El artista quedó fijado a ese paraíso de la infancia.
Muchos años después,
sometido al horario de un mísero empleo en la ciudad, fiel a un dictado
interior, comenzó a dibujar como obedeciendo al invencible deseo de revivir
aquellas cosas. Como en sueños. Podemos conjeturar que el arte de Molina Campos
es la nostalgia de un hombre fijado a su infancia. Pinta recuerdos.
El tiempo de sus gauchos no
tiene una cronología precisa como suele ocurrir con los sucesos de la memoria. Hay
gauchos de chiripá y bota de potro junto a gauchos de bombachas y alpargatas. Los
une el mimo cielo y la misma soledad de los lugares en que vivieron. Son
descendientes, sin duda, de los que poblaron el Martín Fierro y el Facundo. Hablan
de Santos Vega y de Juan Cuello. Ya están en otro siglo, lejos de los malones o
la indiada, aunque algunas veces también Molina Campos nos da alguna escena de
tales episodios. Pero son notas esporádicas, diría literarias en relación con
la verdad de lo cotidiano de la mayoría de sus cuadros, en una pampa de
alambrados y tranqueras.
Sus dichas son todavía
sencillas, elementales, un ranchito en un puesto de estancia, una china y un
caballo, unas partidas de brochas o truco y eso sí, la fiesta del Veinticinco. A
pesar de la guitarra, el ladrido de los perros y el gallo, pertenecen al
silencio.
Todavía no hay antenas en
sus ranchos, llegan al trotecito o pegan el grito a los caballos de unos
carromatos enormes donde se trasladaba la cosecha, juntan un rodeo o cargan
bolsas en un galpón junto a la vía. Muy pocos vecinos y gestos, sus maneras de
ser, ocupaciones de una modalidad ancestral. Pero el cabo del cuchillo no deja
de rascarle la espalda. Otros pintores llegaron antes, iniciaron la historia de
nuestra plástica.
Algunos eran extranjeros, llegaban
de paso y pintaban tipos y costumbre de la colonia como exponentes de algo
exótico. Sus personajes están vistos desde afuera.
Conservan una frialdad y
cierto aspecto puramente etnográfico. Son exponentes de costumbres exóticas:
curiosidades.
Los de Molina Campos están
vistos por alguien que se identifica con ellos, los quiere, los invita a reír
juntos. En la actualidad, ya de alguna manera cambiaron. Los de ahora están
entre máquinas y tractores y la televisión los acompaña, pero el espíritu es el
mismo.
En la década del 30 el país
fue invadido por esos paisanos de Molina Campos. Eran obicuos, múltiples, y
penetran igual a una lujosa mansión como al último rancho, embajadores de un
país criollo, ya un poco fantasmal, hecho de refranes, de leyendas, toda una
literatura y una vasta iconografía.
También entran y salen del
olvido, más siempre presentes en las vivencias populares. Su escenario es una
pampa desmesurada hasta el horizonte. Están a gusto en ese paisaje que no
existe. Sus figuras se destacan contra un cielo descomunal. Se proyectan contra
el cielo. Así los habrá visto el niño, con admiración, orgullo de vivir en su
vecindad, también él ubicado en medio de la llanura.
Gente muy especial. Los
vigoriza el solitario espacio en que se mueven, hasta parece regocijarlos. Siempre
ríen como si acabaran de salvarse de que el cielo se les caiga encima. Pertenecen
a un campo para vacas y caballos donde es raro ver cereales.
Molina Campos ha creado la
imagen inversa del gaucho de las montoneras y los fortines: los de él parecen
siempre de fiesta. No se sabe bien que festejan, que les ocurre para estar tan
contentos, con unos caballos tan flacos que se les cuentan las costillas. El de
ellos es un tiempo autónomo, que corre a la par del nuestro como un río y no se
desvanece. Justamente están en un almanaque donde los años y los meses cumplen
un eterno retorno. Además,casi nunca se ve ante ellos al patrón. Su mundo es
cerrado, exclusivo.
El
caballo:
Ellos y sus caballos mirones
que tanto gustan hablar. Siempre pintó casi todos los pelajes y
preponderantemente cantidad de overos y tobianos. Siempre el caballo criollo, a
veces mejor nutrido, otras esquelético y voluntarioso, con ojos saltones y una
tensión que siempre acompañaba a la intención del jinete. En efecto, acostumbran
a hablar con sus caballos, que ha aprendido el idioma del paisaje. Estos
caballos están inmersos un poco en la fábula. Saben historias muy viejas, hablan
de rastrilladas y arreos de miles de vacas robadas cuando servían en la
frontera y no alcanzaban nunca a los malones.
Aunque humillados mantienen
su orgullo, establecen una extraña complicidad con sus dueños. En los recados
con que los ensillan hay todo un equipo para largas expediciones, sirven de
cama y abrigo.
Sus piezas, bastos, mandiles,
cojinillos, se van disponiendo ceremoniosamente sobre el lomo, despacio, con
profunda concentración al colocar cada parte, hasta el final de la cincha. En
todo Molina Campos lo visual es prioritario, el sentido más desarrollado. La
infancia mira con avidez hasta el asombro y la sorpresa. El pintor conserva esa
actitud y la traslada al paisanaje de sus cuadros. Y también a sus caballos. Ninguno
quiere perder una brizna, un detalle.
Están atentos a todo, al
humor de sus dueños y a lo que los rodea. Y todo lo comparten entre ambos. Aunque
a veces algún bagual se “viene como refucilo”. La furia lo transforma: ahora es
un dragón que echa fuego por los ollares y se precipita sobre el espectador a
la orilla de una alambrado, su cabeza se ha hecho enorme, la mirada medusante. Ha
salido como una tromba desde el horizonte para echarse encima de quien pretenda
pararlo. Y sin embargo, por la indefinible magia de Molina Campos, esa visión
aterradora causa risa.
Hay tan poca sociedad en
esos descampados que los caballos son como de la familia. Es una fraternidad
alternativa, sellada primero a talerazos brutos, o atado a una estaca, bufando
sin remedio hasta que al fin las cosas cambian.
En la vasta obra de Molina
Campos los protagonistas son el paisano, el caballo y la llanura vacía Unos
caballos parlantes que se ríen a lo bárbaro, los enormes ojos saltones por los
que pasa la ironía, el gozo, la ira, la astucia. Algunos se han hecho un nudo
en la cola para llevar en ancas a una china vestida de rojo.
Otros, fieles compañeros de
viaje, cambian noticias sobre el tiempo con sus dueños, sus enormes dentaduras
de caballo a la vista, esa parte del esqueleto que tentó en el hombre como en
el animal es lo único que está visible.
Para Molina Campos ese
detalle es singular, un tema de su predilección, evoca al mismo tiempo el
hambre, la risa y es un instrumento para la voracidad. Sin duda es
reconfortante andar en tales caballos que tanto saben de la vida. Por otra
parte el artista, como profundo conocedor del ambiente, no omite ningún detalle
del apero, las riendas, el freno, los estribos.
A tales animales casi nunca
se los ve en una calle. A veces reposan en el palenque de una pulpería o bajo
una enramada, pero siempre en medio de la llanura. Observemos de paso otra característica
que caballo y jinete comparten: los primeros tienen cascos enormes, los pies de
los hombres son también de grandes dimensiones.
Tantos los cascos como las
extremidades enfundadas en botas de potro o alpargatas constituyen una base
sólida, afirman la pertenencia a la tierra. No son seres aéreos que se lleva el
viento. Están pegados al suelo, allí se afirman como un árbol en sus raíces.Y
digamos por último que en el mundo de Molina Campos todos miran con una especie
de felicidad a sus semejantes y a las cosas de la tierra, con una inconsciente
alegría de vivir.
El aire que respiran esos
personajes les ensancha el pecho, les comunica la energía de la tierra. Es muy
bueno estar vivos, volcados en el mostrador de un boliche a tomar una copa o
haciendo sonar una baraja sobre la mesa de truco, los reyes y las sotas saltan
delante de ellos, el as de espadas silba en el aire, se oye retumbar el
garrotazo del as de bastos, ojos enormes inflados por la vehemencia del juego.
Los espectadores festejan
cada tanto de flor, el estentóreo canto de la vitoria, mientras de nuevo el
mazo da otra vuelta y otra vuelta de ginebra acompaña a los porotos que marcan
los puntos. También los caballos allá fuera comentan la partida, a la espera de
que salgan sus dueños y los monten, una caricia al caliente recado, la mano
resbala sobre el cojinillo y toma las riendas y de nuevo hacia el íntimo nido
de un rancho, hasta el próximo amanecer con un mate y la mujer medio
despeinada, los dedos curtidos de ordeñar, en que galpón, en que corral de esos
miles de hectáreas vacías alrededor.
Están también las
celebraciones. Unos festejos exteriormente tan humildes a los que se vive como
momentos excepcionales. Bailan bajo una enramada que fue la playa de esquila, las
parejas hamacándose en una polca, sin apretarse, se miran, eso sí, como
deslumbrados, risueños, las chinas con zapatos que se les tuercen, los
guitarreros siguen y siguen junto a un perro indiferente y el cielo, inmenso, con
su espacio sin fondo para esa gente. Modestos regocijos a los que justamente el
cielo desnudo y el campo solitario les dan una dimensión especial. Pero el
horizonte es de ellos. En esos cuadros todo sucede como en sueños, en un
espacio intermedio entre la realidad y lo imaginario.
Sus personajes ya no pueden
dejar de estar presentes en ninguna referencia plástica evocadora de nuestro
campo en un pasado no muy lejano. En ninguna evocación de lo que fue y es el
gaucho y la pampa, pese a todas las modificaciones del tiempo. Donde el humor
interviene, sea en un texto o una imagen, distorsiona siempre el sentido, le
hace perder su unidad, produce una especie de refracción que lo desplaza en
muchas direcciones.
Con respecto a la pintura
popular de Molina Campos la caricatura también mantiene una relación dual de su
contenido, una mezcla de distancia y aceptación, de afectuosidad burlona y
profunda identificación con ese medio y esos seres, que expresan un mundo
personal, realizado con una entrañable virtud evocadora. Intuimos que carácter
tan especial de esa obra la torna única, cerrada, y le ha de conferir un valor
permanente en su género dentro de todo el panorama de la plástica argentina.
Lo cierto es que Molina
Campos se consideraba gaucho a sí mismo, igual que a sus personajes, con un
sentido muy distinto del que se tenía en el siglo pasado. Puede tenerse la
certeza de que para él ser gaucho representaba un compromiso con la honradez, la
lealtad, la valentía y hasta con cierto grado de pureza viril. De ahí que su
picaresca sea siempre lúdica pero finísima. De ahí que se dé por descontado que
para un gaucho la vida es fundamentalmente trabajo, un trabajo casi siempre
asomado al peligro, pero sin necesidad de ser dramatizado ni con el miedo ni
señalando el riesgo de muerte.
Molina Campos registró
gráficamente y con una precisión admirable el mundo, las tareas, las
circunstancias, las intimidades de los hombres de campo argentinos de una época
(en especial de los paisanos del sur, con alguna frecuencia de los del litoral,
y alguna vez de los del norte),sin adjudicarles grandes heroísmos ni
formidables virtudes patrióticas y sin asignarles la frialdad del matrero.
Sus personajes son los
modestos hombres de campo en sus tareas más cotidianas y reiteradas. El dolor
está omitido en su obra de un modo tal vez interesadamente beatífico. Casi sólo
importa lo risueño, y es probable que la visión general tenga cercenado el
aspecto dramático propio de toda realidad.
Cualquier forma de penuria
ha sido puesta en un cono de sombra definitivamente silenciado. Pero en Molina
Campos se trata de una postura espiritual no desestimable por aquel precepto de
que la alegría es obligatoria y que lo demás se da por añadidura. Bolear o
enlazar, pialar o domar, vistear o jugar,cultivar la amistad, casarse, tener
hijos son su manera de contar la realidad de un sector del país en un
determinado momento.
El cuchillo con cabo de madera
y remaches de bronce podría ser el símbolo de la modestia del protagonista de
ese mundo que pintó nuestro artista. El hombre de campo, de trabajo, con su
herramienta también modesta sujeta a la cintura, atrás, pero a al vista, para
facilitar su uso y señalar su carácter más de utensilio que de arma.
Paisajes:
Pintó los variadísimos
paisajes que propone la aparente uniformidad de la llanura. Bañados y
cañadones, lagunas, noches terminantes, deslumbrantes mediodías, campos
metafísicamente silenciosos, tardecitas, lluvias, con esa delicada sensibilidad
capaz de detectar la luz tan única y tan diversa del campo argentino.
Pintó una vegetación si no
variada, detallada y magistralmente observada. Desde los cavernosos ombúes
hasta los sutiles juncos, los ñandubais, las espadañas, cardales y cortaderas.
Arquitectura:
Pintó también lo que podría
llamarse una antología de la arquitectura rural. Desde la tapera vencida por el
abandono hasta los dignos ranchos de adobe, con techo también de barro o de
paja, o los litoraleños, o los cordobeses con abertura central techada.
Con maestría propia de gran
miniaturista pintó desorbitados loros, mezclados con alucinadas aves de corral,
cuya presencia Rosas despreciaba en lo que fuera una estancia criolla. Pintó
jagüeles y galpones, mangas, corrales de palo a pique, pozos de cincha y los
elementales palenques, con lo que gracias a su obra ha quedado fijada y
difundida una poco menos que desaparecida artesanía.
Vestimenta:
En materia de vestimenta
pintó desde la modestísima combinación de boina, camiseta y bombacha con las
consabidas alpargatas, hasta el chiripá con calzoncillos de flecos y bota de
potro. Con inobjetable exactitud pintó los aperos del recado con diversos tipos
de estribos, bastos elementales o adornados con frentes de plata, riendas y cabezales
de tiento o iluminados con bombas trabajadas por plateros artesanos, sobrepuestos
de carpincho cuando no el humildísimo cojinillo como única comodidad.
Personajes:
Son innumerables y
variadísimos los personajes que emplea en las más diversas situaciones: mujeres
jóvenes y viejas, mozos y ancianos, negros y niños van poblando las láminas de
sus almanaques. Entre ese vasto elenco humano aparece esporádicamente un
personaje: Tiléforo Areco. Hay pinturas que muestran su noviazgo, su
casamiento, su foto de bodas, el nacimiento de su primer hijo. Tiléforo, que
adquirió gran popularidad, traza de algún modo un itinerario simbólico del
mundo descripto por Molina Campos.
(Fuente: Escuelas
Educ.ar/Vida Campestre segùn Molina Campos)